Bastó que muriera para que todos los odios se convirtieran en veneración, todas las calumnias en plegarias, todos sus hechos en leyenda. Muerto, ya no era un hombre sino un sÃmbolo. La América Latina se apresuró a convertir en mármol aquella carne demasiado ardiente, y desde entonces no hubo plaza que no estuviera centrada por su imagen, civil y pensativa, o por una efigie ecuestre, alta sobre los Andes. Por fin en el mármol se resolvÃa lo que en la carne pareció siempre a punto de ocurrir: que el hombre y el caballo se fundieran en una sola cosa. Aquella existencia, breve como un meteoro, habÃa iluminado el cielo de su tierra y lo habÃa llenado no sólo de sobresaltos sino de sueños prodigiosos. Nunca en la América hispánica se habÃa soñado asÃ.