Manuela Sáenz no es un botÃn de guerra. BolÃvar lo supo mejor que nadie. Ahora, soy yo la que mejor lo sabe. Por eso escribo. Escribo y escribo y me pregunto cuántos años deberé pasar en este sitio. Manuela Sáenz pasa sus dÃas en Puerto Paita, en la costa peruana. Le vende tabaco a los barcos que atracan, los atiende en un negocio crepuscular, incierto, tan eventual como permanente es su memoria. Recuerda y escribe todos los dÃas, los dÃas de la gloria, de la batalla, en los que era la Libertadora del Libertador. La compañera de lucha de BolÃvar, su par, su igual, su amante, su esposa, su manceba, amiga y enemiga, confidente, hasta traidora algunas veces. Juez y parte siempre, como si la emancipación americana fuera ella misma, como si ella misma fuera un continente que se emancipa. Recuerda y escribe para escapar de la quietud del lugar que la tiene exiliada. Escribe y recuerda como la vez en que sintió que la Historia era ella misma al ver colgados a los sublevados de 1809 en Quito, ejecutados con saña; se acuerda de Rosita Campusano y las tertulias y las conspiraciones en la Lima gobernada por San MartÃn. Simón RodrÃguez llega en las tardes para acompañarla en la memoria, para hablar los dos de BolÃvar, de la traición de Santander, de las lealtades abandonadas, de esa Bogotá que al final los expulsó. Y también piensa en silencio cuando le arrojó al Libertador un ramo de flores, cuando bailó con él el vals, que se sentÃa como si todos los hombres y mujeres del mundo bailaran ese vals al mismo tiempo. Espera, entonces, Manuela, que el mar de la costa le traiga y le lleve una gloria pausada, una memoria constante. Silvia Miguens ha escrito una novela que indaga en la historia de América y en una mujer, una novela lÃrica, madura, con una voz personal e inconfundible.