«Manolita ya no soñaba en cazar cocodrilos y se pasaba el dÃa espiando detrás de los cristales del mirador, alimentando celos y sospechas. Antonio, que habÃa alcanzado en MasonerÃa el grado de Maestro, aunque seguÃa preocupado por los grandes temas de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad en el mundo, dedicaba más tiempo a capear las huelgas y evitar que dieran en la ruina sus negocios. AsÃ, ambos iban dejando de ser lo que fueron y se habÃan convertido en MamaÃta y Papantonio porque en el Olivar de Atocha habÃamos nacido ya la nueva generación y los tres niños de la casa grande, escapando de la vigilancia de Doña Mariquita, Ãbamos a jugar al chiscón de la portera, con Isabelita, la hija de aquella Vicenta cuya sonrisa, según las malas lenguas, todavÃa deslumbraba al patrón. En medio, sustentándolo todo, bullÃa de trajÃn la Fábrica de Muebles Maldonado, con su martilleo, aquel serrar de sol a sol, aquel navegar sobre virutas y, desde luego, aquel olor a serrÃn del patio del taller que yo, la niña Rosita, cruzaba y descruzaba dándole patadas a una pinza de la ropa que más tarde tú, Ramón, bautizarÃas como “la pinza de Proust”».
Si en la primera parte de la trilogÃa los personajes parecÃan movidos por los hilos del destino, aquÃ, esas mismas marionetas cobran vida, sienten, sufren y casi dirÃamos que piensan.
La vida para ellos no es ya el propósito abonado por la maldita esperanza, sino que tienen que aprender a enfrentarse con el fracaso, con el desamor y hasta con la muerte.