Michael entró en la taberna del Soho londinense empujando la mugrienta puerta con cristales, que apenas permitían pasar la luz del exterior y que no dejaba ver el interior del local a los viandantes. Se descendía por unos peldaños de madera. Las paredes parecían pintadas por el tiempo; décadas y décadas. Era muy posible que algunas de las gruesas rayas que allí había, de color más oscuro que otras, fueran sangre seca y oxidada.
Michael descendió, primero rápido y luego más despacio, como si quisiera observar un poco el ambiente. No solía ir por aquellas tabernas y menos, solo. Los rostros eran patibularios, todo, allí, semejaba retrotraerse en el tiempo.