En la sala sobre la antiguamesa de roble de siete centÃmetros de grosor y casi dos metros por uno, danzabauna bellÃsima muchacha al son de aquella música hipnotizante que brotaba de unmagnetofón estéreo y alta fidelidad, con más de dos docenas de vatios de salidade altavoces. Allà se fundÃa la electrónica con la música más ancestral, nacidaen la lejana noche de los tiempos. La sensual muchacha ondulabay contorsionaba su cuerpo con una belleza que secaba las gargantas de loshombres que la admiraban. Sus movimientos lentos semejaban querer imitar lasondulaciones de una serpiente. En su extraña danza no habÃanada prefabricado, de folclore oriental para turistas; eran los movimientos deuna juvenil sacerdotisa que podÃa haber vivido un milenio antes. En aquella muchacha semezclaba la sangre de Asia y Europa. Sus ojos eran grandes, ni redondos ni almendrados,limpios. Las pupilas oscuras no eran negras ni amarronadas; si se las mirababien, parecÃan rojo oscuras.