La calle tenÃa una quietud opresiva, como si todas sus casas estuvieran deshabitadas. Eran edificios anticuados, de dos plantas y desván, con un raquÃtico jardincito delantero. El porche hacia el cual se dirigÃa Kent Nolan era de piedra gris, con sucios barriles de madera carcomida sirviendo de macetas a palmeras artificiales. Sus pasos resonaron como si entrase en una caverna. Titubeó un poco, antes de pulsar el timbre. No le hacÃa gracia tener que convertirse en el protector de Glenda. Pero recordando a Linda y su muerte atroz, se decidió a dar el último paso. Presionó el timbre con cierta exasperación. Una mujer abrió la puerta, reteniéndola con la cadenilla de seguridad. DebÃa tener unos cincuenta años, y pensó Nolan que sólo le faltaba una escoba para ser la clásica bruja de los cuentos. —¿Qué desea usted?