Una niebla fina y frÃa cubrÃa los árboles desnudos, como si el paisaje quisiera reafirmar lo que ya todos intuÃan. Asà fue aquel invierno del treinta y seis, yerto y luminoso, como siempre se ha dicho que eran los inviernos de antes: un paisaje tiznado de nieve y escarcha del que algunos apenas recordarÃan el ir y venir de los camiones sin luces en la noche y las reatas de mulos con los flancos cargados de cajas de municiones. Como una escuálida caravana de la muerte que, con su lenta procesió por los verdes parajes de Irún y la encrucijada del viejo camino de San Sebastián, detonaba aquella guerra que se iniciaba sin saber que era una guerraÂ… Y la gente que huÃaÂ… Niños, mujeres y los hombres que no combatÃan, arrastrando con ellos su más valiosa pertenencia: sus vidas.
AsÃ, lentamente, el duelo fratricida irÃa embadurnando cada rincó y cada pueblo, cada casa y cada biografÃa. Pero también seguirÃan ocurriendo otras cosas. Cosas importantes que perdÃan su trascendencia bajo la sombra de la guerra, hechos que tan sólo el tiempo les harÃa recobrar un espacio preferente en la conciencia y la memoria. Quizá, recuerdos enterrados que se manifestarÃan en el futuro como una borrosa y callada vergüenza, como aquella ultrajada inocencia de MarÃa Antonia Etxarri o la extraña complicidad del doctor Castro, el médico cojo condenado a no pertenecer a ningún bando y a ser testigo de ese tormentoso tiempo.