Era domingo. Los campesinos de Saint-Nicolas y alrededores salÃan de la iglesia y se dispersaban a través de la plaza cuando, de pronto, unas mujeres que se habÃan adelantado y ya doblaban sobre la ruta principal retrocedieron dando gritos de espanto.
Y enseguida pudo verse, enorme, horrendo, como un monstruo, un automóvil que llegaba a velocidad vertiginosa. Entre los gritos y la huida demencial de la gente, se abalanzó en lÃnea recta hacia la iglesia, giró en el momento mismo en que iba a despedazarse contra los escalones, rozó el muro de la sacristÃa, volvió a tomar la prolongación de la ruta nacional, se alejó, sin siquiera -¡milagro incomprensible!- haber tocado, en aquellos diabólicos cambios de dirección, una sola de las personas que atestaban la plaza... y desapareció.