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No fui consciente de que Hud, el salvaje me había atrapado hasta que ante una escena muy concreta me descubrí sintiendo una enorme tristeza. Yo, que pensaba hasta el momento que la historia me estaba siendo ajena me di cuenta de repente que no solo necesitaba conocer el destino de cada uno de los personajes, sino que, además, necesitaba confiar en que sería bueno aun cuando era bastante evidente que no sería así.Creo que la culpa de esa pesadumbre que me invadía en la primera mitad de esta novela la tiene su autor, Larry McMurtry, que logra que ese ambiente rutinario y cargado de desesperanza que se respira en el pequeño pueblo del viejo oeste al que nos traslada, te contagie. Allí, alejados del pueblo y en un rancho vive el joven narrador de esta historia, su abuelo, un ya viejo vaquero, la mujer de éste y su hijo Hud, el salvaje. Además de otros personajes entrañables como Almea, la cocinera negra de cuyo personaje me he enamorado. Hud, el salvaje, nos narra el día a día en el rancho con un ritmo pausado y con la mirada de un adolescente. Así descubrimos el amor del abuelo por su oficio y el de un nieto por su abuelo. El hastío y odio de un hijo que aspira a hacer las cosas a su manera. La fatiga de una mujer que nunca se ha sentido a gusto en su papel. La angustia, el dolor y si, también el orgullo de quien dice basta al machismo y racismo que la agraden. Y la desesperanza general de todo un pueblo que no ve un futuro, que trabaja y aun así no logra lo que ansía.Todos ellos buscaban algo más y sin embargo parecían obtener cada vez menos; buscaban emociones fuertes o una chica a la que cortejar, y acababan pisoteados por un toro o tirados en una cuneta. Ansiaran lo que ansiaran, al final tenían que pasarse sin ello.Descorazonadora, triste y también un poco salvaje, así definiría esta novela en la que no parece que pasa nada mas allá de la vida hasta que pasa. Y lo que pasa casi nunca es bueno.