En la primavera de 1984 y por encargo de la Junta de Castilla y León, entonces recién creada, comencé un viaje por el rÃo Duero con la intención de escribir un libro sobre el rÃo que atraviesa las regiones por las que aquélla extiende su área polÃtica, más las vecinas provincias del norte de Portugal. Eran los tiempos de las autonomÃas y todo el mundo querÃa dotar de alma (una por cada parcela) al cuerpo recién formado. Por razones que ya no vienen al caso (ha pasado mucho tiempo desde entonces), el viaje nunca llegué a concluirlo, y el libro quedó truncado, esbozado simplemente en el cuaderno de notas que, mientras recorrÃa el Duero, habÃa ido escribiendo, como, por otra parte, siempre ha sido mi costumbre. No en vano de cualquier viaje lo que más me gusta hacer es el cuaderno, seguramente porque en él está ya el libro que a lo mejor nunca escribiré, pero que, no por ello, dejará ya de existir en mi memoria. Al fin y al cabo, la literatura está llena de libros muertos, de esos que nunca se escriben, pero que son tan importantes, para el escritor al menos, como los que llegan a ver la luz.