Su voz se quebró en un espasmo, y su rostro, que hacÃa apenas unos segundos era bello, hermoso, se volvió terroso, macilento, desencajado.
Trataba de moverse y no podÃa. Sus agarrotados músculos no se movÃan, no obedecÃan a su mandato.
Tampoco sus desorbitados ojos, casi fuera de sus cuencas, reflejando el horror, el pánico, la angustia que la poseÃa.
QuerÃa apartarlos del féretro negro, con fondo de zinc, pero no podÃa. Deseaba desviarlos del cadáver de Marvin Dors que yacÃa en su interior, putrefacto, hediendo, haciendo casi irrespirable el ambiente mientras que cientos, miles de moscas, rebullÃan sobre él, en un no menos horrible festÃn.
El entrechocar de los dientes de Nora fue como una señal, como un clarÃn de guerra que las incitara a la batalla, que las levantó, zumbando.
Una nube de asquerosos moscardones, de patas peludas, de grandes cabezas y no menos grandes alas. Nube que dio una vuelta, dos, sobre la habitación, mientras que las otras, inmóviles sobre el cadáver de Marvin, parecÃan observar el atroz vuelo de sus compañeras.
Una vuelta más, y de un modo repentino, Nora notó la primera sobre su pelo, otra más en el rostro, en la nariz, cubriendo sus hombros. ¡QuerÃan su sangre, su carne joven, vivaÂ…!