El dÃa más triste de mi vida fue cuando los médicos, con una voz más frÃa que un témpano de hielo, me comunicaron que mi madre tenÃa un cáncer terminal y que, a lo sumo, le quedaba un año de vida. O quizá menos. El mundo se me vino encima. Lloré con amargura, pues era el ser que más querÃa. La amaba. La adoraba.«¿No hay ninguna posibilidad?», les preguntaba. «Ninguna», me contestaban.Era una injusticia.Y por eso tenÃa que salvarla. Y si la medicina era incapaz de obrar el milagro, lo intentarÃa con la fabulación, con la imaginación, con la fantasÃa. Asà que me puse a escribir una novela. Esta novela. En ella yo soy un niño que vive con su madre en una aldea de la que sale en busca del rey —representación del cáncer— para darle muerte. Y cuando lo encuentra, se une a su séquito e intenta asesinarlo una, dos, cientos de veces, todas infructuosas, mientras su madre se va apagando poco a poco.«Al parecer, hasta la literatura tiene una lógica de la que no se puede escapar», pensé derrotado poco antes de poner el punto final a la novela, aunque, para darme ánimos, recordé que la mayorÃa de los relatos de ficción suelen reservar una sorpresa en su último capÃtulo.La mayorÃa... pero no todos.¿O sÃ?