Eran los tiempos de la revolución de septiembre. En la catedral y el Seminario habÃa gran revuelo, comentándose de la mañana a la noche las noticias de Madrid. La España tradicional y sana, la de los grandes recuerdos históricos, se venÃa abajo. Las Cortes Constituyentes eran un volcán, un respiradero del infierno para las negras sotanas que formaban corro en torno del periódico desplegado. Por cada satisfacción que les proporcionaba un discurso de Manterola, sufrÃan disgustos de muerte leyendo las palabras de los revolucionarios, que asestaban fuertes golpes al pasado. La gente clerical volvÃa sus miradas a don Carlos, que comenzaba la guerra en las provincias del Norte. El rey de las montañas vascongadas pondrÃa remedio a todo cuando bajase a las llanuras de Castilla. Pero transcurrÃan los años, venÃa y se iba don Amadeo, ¡hasta se proclamaba la República! y la causa de Dios no adelantaba gran cosa. El cielo estaba sordo. Un diputado republicano proclamaba la guerra a Dios, le retaba a que le hiciese enmudecer, y la impiedad seguÃa inmune y triunfante, derramando su elocuencia como una fuente envenenada.