Nadie ignora que los únicos paraísos son los perdidos. Haggard creyó haber encontrado alguno, escondido en los pliegues de su memoria. En «Las minas del rey Salomó» defendió el de Kukuanalandia con la firme decisió de Ignosi de no dejar pasar jamás al hombre blanco, siempre acompañado de pistolas, ginebra y predicadores. En «Allan Quatermain», el de Zu-Vendis queda protegido por la propia naturaleza, que como una perla lo había tenido oculto durante siglos. Haggard opinaba que las buenas novelas se escriben de una sentada, y aquí lo corroboró con su habitual intensidad. No sorprende que Kipling lo considerase «el hombre con una imaginació más convincente».