Ya habÃa llegado. Aquello era Belfast. No se puede decir que resultara particularmente acogedor, aquel viernes por la noche, cuando abandoné el barco en el muelle, amplio y silencioso. HabÃa llovido recientemente, y el suelo parecÃa charolado y negro, reflejando algunas luces, muy pocas, de trecho en trecho. Sobre la ciudad, el cielo era un apelmazamiento cárdeno de nubes. O mucho me equivocaba, o continuarÃa lloviendo aquella noche. Y en dÃas sucesivos. La verde Irlanda tendrÃa abundante humedad para sus pastos, evidentemente.