Empujó la puerta. Empezó a ceder, con crujidos siniestros, como los producirÃa la tapa de un féretro al ser abierto. En el fondo, era tan parecidoÂ… Algo muerto reposó allà durante años. Ahora, de repente, cobraba una inesperada, terrible trascendencia.
Abrió un poco más. Lo suficiente para dejar paso. Observó que habÃa tuberÃas de gas que alcanzaban el cobertizo, desde la tapia de ladrillos. Sacó fósforos de su bata, prendió unoÂ…
La débil llama le reveló oscuras formas, polvo, telarañas, armarios viejos, mesas y asientos arrinconadosÂ… Animosa, penetró en el recinto. Cerró tras de sÃ, cuidadosamente. Tanteó, ayudándose con otro fósforo. HabÃa mecheros en la pared desconchada y húmeda. Probó uno. Tardó en prender, con débil llama amarillenta. Pero prendió.
Y entonces descubrió el laboratorio.
Estaba al fondo. Más allá de una vidriera que cubrÃa medio panel.
Era un viejo y simple laboratorio: una larga mesa, un armario, una vitrinaÂ… Viejos tubos de ensayo, retortas y alambiques, unos frascosÂ… Todo cubierto de polvo. Un hornillo de petróleo, en un extremo, aún sostenÃa un recipiente de oxidado aluminio.
Ivy, fascinada, avanzó por entre el polvo y las telarañas, hasta el que fuera sin duda el laboratorio personal del doctor Jekyll.
Del doctor Jekyll y de mÃster Hyde.