—¿Qué dices? —exclamó en el colmo de la estupefacción. —Digo que Polly se ha enamorado. —¡Oh, no! —SÃ, querida ZÃa.
La joven se derrumbó en una butaca y juntó las manos entre las rodillas. Por un instante, reflexionó.
—Bueno, es lógico que una joven se enamore — convino—. Pero Polly… Aun asà — observó, pensativa—,¿por qué no ha de enamorarse Polly? Tiene el mismo derecho que otra mujer.
— Eso he pensado yo.
—Pues, entonces, ¿por qué vienes a verme?
—Hemos de hablar con calma, ZÃa. Con mucha calma. El hecho de que Polly se enamore e incluso sé case no me inquieta. Es más, me satisface. Una mujer como ella, condenada a la inmovilidad, tiene bastante castigo. No puede negársele el derecho de amar.
—Entonces, Richard…
—No creo en el amor de él, ZÃa. Por eso estoy aquÃ.