—Chicas, ¿qué os parece? Este famoso doctor me pide que sea su esposa. ¿No es para morirse de risa?
Vio cómo Pedro palidecÃa. Los otros muchachos, al declararse, no palidecÃan. Tan sólo reflejaban sus rostros una expresión de súplica, que invitaba a la risa. Pedro habÃa sido diferente a todos. Y ella tuvo rabia, una rabia sorda, que no sabÃa a ciencia cierta a qué atribuir.
Se volvió hacia él y dijo con rabia, quizá sólo por eso, porque no lo vio suplicante como los demás.
—Tú no eres nadie, Pedro. Cuando me decida a perder mi libertad, será con un hombre que no tiemble tÃmidamente ante mi figura.