Como muchas otras veces, Ana apoyó los codos en las rodillas, sin querer volver los ojos hacia el rostro de su padre.
—¿Por qué no me atiendes? Ten la seguridad, hija, de que no te voy a obligar, pero mi deber de padre es darte un consejo.
—¿Y es?
La cabeza habÃa quedado inclinada sobre el libro que no leÃa: parecÃa ajena a cuanto la rodeaba. El padre se puso en pie con esfuerzo, como si la impasibilidad de ella causara pesar, cuando no una rabia sorda que le hacÃa daño por no poder desahogarse de una vez. ¡Aquella irascible chiquilla!