—No pareces muy feliz, Mika.
Ésta alzándose de hombros, hizo un gesto vago, y algo que parecÃa una sonrisa afloró a sus labios.
—Siempre lo dije —siguió murmurando la anciana—. Tú no eres mujer para ése.
—Vamos, Florentina.
Esta removió el contenido de la cacerola con su parsimonia habitual. TenÃa unos setenta y cinco años. Mika recordaba haberla visto allÃ, en aquella choza del bosque, desde que tuvo uso de razón. Evocó sus tiempos de niña. Al regreso de la escuela, todas las compañeras al pasar frente a la choza de la vieja solitaria, azotaban sus cristales con ramas secas. Ella no. La llamaban bruja. Florentina corrÃa tras ellas, las amenazaba. Al dÃa siguiente volvÃan a azotar sus ventanas. Ella siempre sintió una profunda piedad por aquella pobre mujer solitaria que vivÃa de la leche de su cabra y del pan de los vecinos. Muchas veces, al pasar para la escuela, le dejaba en la puerta una cesta de comida. Florentina le sonreÃa.