—Hay que tener en cuenta, querida MarÃa, que es una niña.
—SÃ, sÃ, Esteban. ¿Cómo no lo voy a comprender? Pero ya sabes lo que dice el refrán: «El árbol joven...».
—Hay tiempo, MarÃa, Ana sólo tiene siete años. Ha vivido mucho tiempo sola. Yo no podÃa ocuparme de ella, y esa vecina... Bueno —añadió con voz cansada—. Ya sabes...
—Por eso mismo, Esteban. Ahora la amoldaremos a los demás hermanos.
El hombre se puso en pie. Era alto y fuerte, de señorial porte. VestÃa correctamente, y si bien no era un hombre rebuscado, habÃa en él una elegancia innata que no radicaba en sus ropas, sino en algo que emanaba de su ecuánime persona. ContarÃa cuarenta años, y su pelo negro estaba veteado de hebras plateadas; las arrugas de su frente, muy pronunciadas, le daban aspecto de más edad. En aquel instante se disponÃa a salir. TenÃa la cartera de piel bajo el brazo y el sombrero en la mano.