Diego Martin llevó el pitillo a la boca y fumó despacio, cerró un ojo a causa de la espiral ascendente y pidió:
—Cartas, Pedro.
—Arrastro.
—¿Cómo?
—Lo dicho.
Diego lanzó los naipes sobre la mesa y rezongó:
—Cada dÃa estoy más desafortunado —se repantigó en la butaca. Era un muchacho de unos veintiocho años, alto, delgado, cerrado de barba, negro el pelo y negros sus ojos centelleantes. TenÃa la boca grande, con el labio inferior ligeramente caÃdo, denotando su sensualidad—. ¿Qué hacemos?
Pedro Rubiera se alzó de hombros. PodÃan hacerse muchas cosas, pero ignoraba por cuál empezar. Fernando lanzó un silbido.