—Lo siento mucho, Marie. No me mires asÃ. Yo no tengo la culpa de lo que dispuso tu difunta abuela antes de morir. Entiéndeme bien —se revolvió como inquieto en el ancho butacón que presidÃa el enorme despacho—, yo no sabÃa nada. Por algo convocó a mis dos socios y redactó su testamento durante mi estancia en Escocia. A mi regreso a Detroit me encontré con el cadáver de tu abuela, y esta carpeta azul donde se hallaba su testamento. ¿Lo entiendes? Marie no entendÃa nada. Todos estaban locos. Todos, empezando por ella seguramente.