El magnÃfico «Ford» de Jill Rutledge, de un tono esmeralda, haciendo juego con los ojos de su dueña, frenó ante una elegante cafeterÃa y Jill saltó al suelo con agilidad, muy propia de su dinamismo. Miró a un lado y a otro, atisbó un grupo de amigos al otro lado de la cristalera y alzó la mano enguantada. La agitó y cerrando de un golpe la portezuela del coche, atravesó la calle a paso elástico, muy propio de su juvenil modernismo. Era una joven de veinte años, alta, delgada, de flexible talle. TenÃa el pelo de un tono rojizo, abundante, sedoso y lo envolvÃa graciosamente tras la nuca en un moño tan gracioso como su persona. Su rostro, de tez más bien broncÃnea, era de pómulos salientes, acusados, exóticos, y en medio de aquella cara morena y picarona tenÃa dos maravillosos y extraordinarios ojos verdes, de chispeante expresión, una nariz respingona y una boca grande, de túrgidos labios, bajo los cuales dos hileras de dientes fuertes y blancos acentuaban su juventud.