Leonardo Solano (Leo, para sus amigos) daba las últimas pinceladas a un rostro de mujer que, desde el ancho lienzo, y en el soporte del caballete, parecÃa sonreÃr. Tan pronto se acercaba, y acentuaba una ceja del retrato, como se separaba, y ladeaba la cabeza y volvÃa a acercarse para dar otra pinceladita aquà o allá.
—Pero, bueno —estalló Miryan—, ¿se puede saber si me oyes o no me oyes? Llevo aquà más de media hora, y para eso he tenido que enterarme por los periódicos de tu arribo a la ciudad. Vengo, llamo a tu apartamento y te encuentro ahà metido en ese blusón mugriento, dando pinceladas, y te hablo, y parece que no te has enterado de nada.