—Sabes a qué he venido, supongo.
—Sà —los delgados labios de Justin van Sbräna se curvaron en una sonrisa llena de despectiva superioridad—. Pero no conseguirás nada.
—¿Está seguro?
—Si sabes «qué» soy, lo comprenderás en el acto.
—Lo sé perfectamente. Ella lo sabÃa también.
—Y, a pesar de todo, fue mÃa. Vino a mÃ, sabiéndolo. No hay, pues, ningún reproche que hacer.
—Era una niña. Ignoraba qué era la vida…
—Se lo dije. Lo supo con toda su consciencia. Y, aun asÃ, insistió. ¿Qué podÃa hacer yo?
La joven cerró los ojos un instante. Medora Falkeyn vaciló un brevÃsimo momento. Pero el recuerdo de lo que habÃa hecho durante la noche anterior volvió a darle fuerzas.
De nuevo se enfrentó con el hombre. Lentamente, metió la mano en el bolso y sacó un revólver.
Van Sbräna sonrió.
—Con eso no conseguirás nada —dijo, desdeñoso.
—Ahora lo veremos —respondió Medora.
Y apretó el gatillo.
La detonación sonó como un latigazo. Los ojos de Van Sbräna expresaron una inmensa sorpresa.
Medora sonreÃa.
—Era una bala de plata —dijo.
Entonces, las rodillas del hombre se doblaron. Mientras caÃa, su rostro se transformó en una horrible máscara demonÃaca. Soltó el cigarro y alargó las manos, como garras de una bestia maligna, pero ya no tenÃa fuerzas. Los ojos se le cerraron, emitió un espantoso ronquido y se desplomó al suelo, girando mientras concluÃa la caÃda. Y ya no se movió más.