Los ojos de Hannah estaban ya cubiertos por un velo rojo. Iba a morir, pensó. Con la fuerza que le infundía la desesperación, asestó otro golpe al ladrón
y otro
y otro
Chorros de sangre saltaron a su rostro y empaparon el liviano tejido de su camisón y mojaron sus senos y su vientre
Hannah prorrumpió en espantosos alaridos, que retumbaron por todo el interior de la residencia.
Cuando su esposo y la servidumbre, alarmados, acudieron a la biblioteca, vieron a la joven en pie, cubierta de sangre de pies a cabeza, con la plegadera en la mano y murmurando palabras incoherentes.
En el centro de la estancia, sobre un enorme charco de sangre, yacía el cadáver del ladrón.