—En su lugar, señor, y si me permite la observación, yo no irÃa a esa casa por todo el oro del mundo.
Crichton se volvió hacia el taxista, un fornido mulato, con dentadura de marfil, y le miró inquisitivamente. Apenas si habÃan cambiado unas pocas palabras durante el trayecto y Crichton, ya reservado de por sÃ, no habÃa hecho el menor esfuerzo por sonsacar al chófer detalles del lugar al que se dirigÃa. Por ello, al oÃr aquellas frases, se mostró inmediatamente sorprendido.
—No irá a decirme que hay fantasmas en esa casa, Manuel.
El taxista se volvió y señaló hacia una loma cercana, en la que apenas se percibÃa vegetación, a pesar de que estaba rodeada por un espeso bosque de árboles de tipo tropical.
—En la casa, no sé; en todo caso, están allÃ, en el «Cementerio de los Esclavos».
—¿Cómo?
—Allà eran enterrados los que morÃan cuando se construÃa la casa. Dicen que fueron cientos los que se dejaron los huesos en el trabajo. Muchos murieron de agotamiento o de fiebres; hace siglo y medio, la comarca era espantosamente malsana, pero también murieron muchos, azotados cruelmente por brutales capataces y algunos hasta ahorcados o fusilados, al negarse a trabajar. Un dÃa, dice la leyenda, los espectros de quienes construyeron esa casa, se levantarán y tomarán venganza de los suplicios a que fueron sometidos.