En un lugar del remoto sudeste español hubo una ciudad «fina y polvorienta». La ciudad era un conjunto armonioso de casas y de huertos que hablaban de su pasado morisco. Algo en ella sugerÃa también un vago parentesco japonés. Los huertos fueron desapareciendo poco a poco, uno tras otro, hasta no quedar ninguno, y lo mismo les ocurrió a las casas, torres y palomares. En los huertos se tuteaban las azucenas y las berenjenas, los guisantes dulces y los jazmines, la buganvilla y el nisperero. Conocemos a quienes, supervivientes de aquel último acto, lo recuerdan asÃ, un paraÃso amenizado por acequias de agua fresca y clara. La ciudad, a la que se conoció en siglos pasados como «la ciudad de la seda» por su floreciente industria sedera, tuvo también un modesto bocarte donde se molÃa la pólvora, dependiente del Ejército y defendido por bisoños soldados de reemplazo. Al viejo caserón castrense, formando parte de la propiedad, lo circundaba un espacioso terreno, murado todo él. Un dÃa, después de muchos años, el ingenio cerró y acabó desmantelado, la guarnición fue reexpedida a otro destino y a la población civil se le franqueó el paso a aquel discreto parque hasta entonces vedado. La gente, con la novedad, se acostumbró a ir por allà buscando un poco de sombra en los dÃas calurosos, un poco de recreo coloquiado, tal vez silencio, y lo que siempre se habÃa conocido como «la fábrica de pólvora» pasó a llamarse «el JardÃn de la Pólvora», bosquecillo compuesto en su mayor parte por plátanos centenarios y copiosos. Ese es el nombre que conserva todavÃa. Vienen en él sugeridas muchas cosas, todas con su misterio. La oscuridad de las rosas y el breve y fulgurante destello de la pólvora, lo que se cultiva y prospera lentamente y lo que puede ser destruido en un momento. Y sin embargo algo natural, muy lógico, percibimos en estas palabras, jardÃn, seda, pólvora, viéndolas juntas. No sabrÃa explicar el autor de este libro por qué razón pensó, al oÃr hablar por primera vez de ese JardÃn, que toda su novela en marcha se le parecÃa en mucho: algo que habÃa sido labrado con la tenacidad de un hortelano estaba llamado quizás a desaparecer de repente, dejando tras de sÃ, quién sabe, un olor a pólvora tan embriagador como para que volvieran a reverdecer sus viejos sueños, sus exaltados sueños infantiles de verbenas, aventuras y gloriosas conquistas.