Como una niña que se niega a comer lo que le ponen en el plato, la protagonista de este libro no entendÃa las lÃneas que pasaban ante sus ojos y escupÃa las palabras. Le gustaban la brevedad, la música y las imágenes de la poesÃa, pero obstinadamente se negaba a tragar las grandes novelas. A veces, los planes ideados por su padre, un prestigioso pediatra, la llevaban a leer novelas negras que sà la cautivaban; pero nunca Madame Bovary, por ejemplo. Entusiasta y optimista desde bebé, la protagonista —que no es otra que la propia autora, Agnès Desarthe— pensaba que al acceder al lenguaje estarÃa en condiciones de decirlo todo. HabrÃa una palabra para cada sensación, para cada cosa vista, tan eficaz como el dedo que apunta al cielo con un grito inarticulado y que significa al mismo tiempo: avión, velocidad, flecha, ruido, miedo, belleza, relámpago, cohete, estrella, azul. Pero las palabras, sentÃa Agnès ya de adolescente, eran imprecisas, poco numerosas, rÃgidas y ocupaban mucho espacio. Hasta que todo cambió. Eso sÃ: muchos años después.