—¡Es una bruja! ¡Hay que quemarla en la hoguera! Al oÃr el griterÃo de aquellos hombres y mujeres, habitantes de la localidad de Conwaymell, Maggie echó a correr hacia el castillo. TenÃa los ojos verdes y rasgados como los de un auténtico felino... ¡pero ella no era una bruja! Aunque su madre lo habÃa sido y ella habÃa conocido de niña todos los secretos de la hechicerÃa. Filtros mágicos, pociones, conjuros, sortilegios, formaron, evidentemente, parte de su niñez, que ella, desde que su madre murió, se habÃa empeñado en dejar atrás. Pero estaba claro que la gente no estaba dispuesta a olvidar. Mientras corrÃa hacia el castillo, su capa, de terciopelo escarlata, se prendió en más de una ocasión en los matojos del camino, mas apenas se dio cuenta de ello; tanta era su ansia en llegar. SabÃa lo que significarÃa que aquellas gentes le dieran alcance.