Todos solÃan decir, al pasar por la carretera junto a aquella pequeña localidad, perdida en medio de montañas, áridas y desoladas como un páramo, que habÃa algo que estremecÃa hasta más adentro de la mismÃsima médula.
Tales unánimes comentarios no resultaban exagerados, pues habÃa algo de macabro, de siniestro, en aquella niebla que ahogaba el ambiente.
Una niebla hecha jirones que se pegaba a las puertas y a las ventanas, que rastreaba el suelo, que casi privaba de respirar, y que parecÃa estar previniéndoles de algún terrible maleficio, que antes o después hubiera de abatirse sobre ellos.
Roger Molden se dirigió hacia allÃ, guiado simplemente por la curiosidad, pero no pudiendo menos de pensar de ese lugar lo mismo que ya habÃan pensado otros.