El conde Maylor sólo deseaba dar alcance a su esposa y matarlaÂ… No sabÃa cómo lo harÃa, ya que estaba sin manos, pero no la dejarÃa con vida. De eso estaba seguro.
La condesa Maylor, a quien vieron un par de veces correr entre el bosque que se extendÃa a la derecha de la mansión, bajo la incesante lluvia, llevaba alzada la cimitarra. DebÃa dirigirse hacia el pabellón de caza, una pequeña edificación que se hallaba situada a un par de millas de allÃ.
Pero, por lo visto, cambió de idea y entonces se dirigió hacia el acantilado…
Sobre una prominente roca, alzó su silueta, que el resplandor de un nuevo rayo recortó lúgubremente. El mar rugÃa al fondo, realmente ensordecedor.
—¡Arrójate tú o te arrojaré yo…! —le gritó el conde Maylor desde lejos.
La condesa Maylor pareció vacilar un poco. Pero sólo un poco. Dio un paso hacia adelante y se lanzó al vacÃo.
Cayó desde una considerable altura. Dio contra las rocas, muy cerca de donde rompÃan, embravecidas, las olas.
Se descoyuntó la nuca y murió en el acto.