«Era agradable internarse en el bosque de Allen Rood, sentarse junto a un árbol, bajo su protectora sombra, apoyar la espalda en su grueso tronco y escribir versos. Asà al menos opinaba Charlton Mennedy, que se consideraba un hombre plenamente feliz.
Pero aquella tarde, antes de llegar a su árbol favorito, el joven quedó parado, detenido. Acababa de ver un agujero en el suelo, un agujero con forma de fosa, muy profundo. ¡Y en el fondo habÃa un ataúd! ¡Un ataúd abierto, como esperando el cuerpo que debÃa de serle destinado!».